Cuando se recoge el pelo
hasta dejar desnuda su nuca
le crecen cerezas en la boca.
Es mágica.
Le he prometido que si me besa
voy a tener veinticinco años
todos los días de mi vida.
Que si su sujetador negro hace click,
mi corazón “suyo” hará crack
como un vaso cuando estalla contra el suelo.
Si me mira con esos ojos de gata mimada,
le voy a poner su nombre a mi sombra
para no tener que echarla de menos nunca.
Y es que estoy enamorado de sus pezones,
de la nubes del cielo de su boca,
del triángulo equilátero de su pubis,
del desnudo circense de su espalda.
Si permite que mi índice dibuje
corazones encarcelándole el ombligo,
le cedo el lado izquierdo de la cama,
le regalo los anocheceres de mi pecho,
le arranco las braguitas con los dientes
y le escribo un poema con la lengua.
Si me deja buscar los duendes verdes
que le habitan cuando duerme en las axilas
o me indica el lugar donde sus vellos
se comienzan a erizar si la acaricio,
le propongo una guerra de almohadas,
una lucha cuerpo a cuerpo,
mano a mano,
le regalo mi piel si le apetece
tatuarme su frase preferida
o la invito a dormir aquí en mi hombro
y me trago todo el aire que le sobra.
Si no la tengo aquí en quince minutos
haciendo geometría con mis lunares,
nadie podrá evitar esta locura
este suicidio colectivo neuronal
de pensarla al otro lado de mi vida.
De Laura y otras muertes, Ernesto Perez Vallejo
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